Sunday, February 25, 2007

Rojo sobre blanco

El corazón le palpitaba tan fuerte que era capaz incluso de escuchar sus propios latidos, tenía los músculos agarrotados y empezaba a oler el hedor de la sangre y las vísceras de los cadáveres. Todavía parecía distinguir algún hálito de vida que se escapaba y algún ruido gutural de quejidos que se habían quedado en la garganta de alguno de aquellos cuerpos. Las moscas ya no le molestaban, todas se habían ido al amasijo sin vida extendido en aquel campo. Él seguía allí sentado, con la espalda apoyada en el tronco del árbol y con la conciencia regresando poco a poco a su cerebro, empezaba a darse cuenta de lo que había hecho, en su inconsciencia, en las veces en las que había jugado sólo por no saber qué hacer, en lo que había perdido. Empezó a tener más dolor de corazón y el miedo causado por el ataque pasó a un segundo plano, el olor ácido del aire era irrespirable y empezó a sentir que la presión en su cabeza se hacía irresistible, ni siquiera tenía la suerte de desmayarse. Lo que veía parecían relojes blandos, no quería mirar a los cuerpos sin vida pero se los imaginaba y aquello era aún peor. Empezó a recordar las veces en las que la muerte le había rondado, y se preguntaba entre balbuceos por qué no habría muerto entonces, en la cantidad de problemas que todos se habrían ahorrado, en el sufrimiento que nadie habría tenido, en que si hubiera muerto no estaría pasando esa agonía. Pensó en las mentiras, en los sinsentidos de su vida, en su falta de bondad, en lo que tenía que haber hecho y en lo que no, en la falta de sociabilidad y en la soledad que le llevaron a trabajar en aquello que a pesar de todo hacía tan bien…
El enjambre de moscas hacía un zumbido insoportable que le taladraba como si estuvieran pasando de un oído al otro, pedía a Dios que aquello sólo fuera una pesadilla, que nunca más lo volvería a hacer si alguien le despertaba de aquel sueño tan horrible, pero no ocurría... no ocurría. Y entonces el miedo se convirtió en llanto, las lágrimas caían por sus mejillas y los gemidos eran tan fuertes que sus pulmones no daban abasto para dejar salir los lamentos que le dolían en el pecho como si a él también lo estuviesen matando. Era él quien deseaba estar muerto pero no tenía fuerza ni para hacerse más daño que el que le causaban los tirones que se daba en el pelo y que no sentía a pesar de que se estaba arrancando mechones. No sentía dolor físico.
Su cara estaba llena de sangre, pero no era suya, la ropa estaba hecha jirones, la sensación de no saber qué hacer se estaba haciendo tan dolorosa que empezó a gritar que quería morir, tan fuerte que su garganta se quedó muda tras unos segundos de alaridos que para él fueron horas, sus piernas temblaban y sus pies se encogían. Su corazón empezó a latir algo más despacio y el campo dejó de darle vueltas; y en aquel momento llegó la parte de dolor más atroz que había sentido en su vida, recordó las palabras que le habían dicho la vez anterior, cuando había sucedido algo muy parecido y recibió un nuevo voto de confianza:
“Esperamos que esto te haya servido de lección, las personas que mienten no pueden esperar que los demás confíen en ellas, pero te daremos cada uno de nosotros una oveja para que puedas volver a tener un rebaño” y aquel era el que yacía degollado en todo lo que alcanzaba su vista.
Pedro quería morir, no dejaba de pensar en que aquello no era más que el comienzo de una vida de agonía de un pastor que nunca más tendría rebaños que cuidar.
Carlos Rodríguez Duque