Las tragedias más grandes son siempre las personales esas
que apenas cuentan para la historia. Si a un libro se le da el calificativo de
bueno según sea la carga emotiva que recibe o desprende el lector durante o
tras la lectura afirmo hasta vuestro agotamiento que éste es magnífico. Las
emociones se mecen desde el humor más disparatado, como el del capítulo magistralmente
titulado por la autora “No sin mi gocha”, hasta la desesperación y las lágrimas que
provoca la tragedia de una madre que pasa tres días y tres noches en una
capilla en la fría nada del Puerto de Leitariegos junto al cadáver de su hija,
una niña aún fallecida de sarampión, porque un malnacido con sotana se niega a
darle sepultura para vengarse de los vecinos por una riña pueblerina de la que
esa madre no tenía culpa alguna.
Esta es la historia de María Álvarez Fernández, María la de
Fonceca o la del Acebo, que podría ser la de cualquier mujer nacida en el
ámbito rural humilde de la España de los años 30. Lo que hace especial a la de María
es que uno jamás podría imaginarse la inmensa fortaleza física y anímica que
derrochó para sacar a los suyos adelante y mostrar cara al público un arte y
una entereza titánica para esconder las penalidades que la persiguieron durante
su vida y, a pesar de todo, ser la persona cercana y simpática que siempre ha
sido.
De la dificultad de escribir un libro basándose en
transcripciones orales hay muy poca gente que sepa. Si además la obra es una
biografía y la vida de la protagonista ha visto ochenta y tres otoños y ha
tenido mil andanzas la misión se torna en una labor descomunal.
María del Roxo es la encargada de poner por escrito parte de
esa vida y lo hace con un ritmo envidiable. La escritora, que demuestra un
saber estar en la sombra exquisito, se convierte en pieza imprescindible en la
lectura ya que aporta los nexos fundamentales para dar continuidad y contexto
histórico a las casi doscientas páginas de “María: Del Acebo al Cielo”.
Por primera vez en mi vida, un libro ha hecho que haya
vencido al sueño, a la incomodidad y a la agonía viajera de un vuelo
transatlántico, por primera vez en mi vida he logrado acabar un libro de una
sentada en un avión.
Carlos Rodríguez Duque
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