(Noviembre
de 2011)
Martes
22
“No...
que me ha dicho este que al final no va, mirad por ahí que seguro
que encontráis algún coche de alquiler…”
Alquilar
un coche puede ser una tarea complicada si no te has organizado y el
día de Acción de Gracias está a la vuelta de la esquina.
Jorge
y Carlos recorrieron parte de la ciudad sin perder la esperanza de
encontrar un coche con el que poder adentrarse en el oeste de la
fácil y lejana nada tejana. Pagaban la jaimitada de haber confiado
en un cuarto pasajero que iba a poner su automóvil pero el amor se
cruzó en su camino y de ninguno de los dos se volvió a saber jamás.
Recogieron
a Antonio y dejaron Houston a las 19:30 del martes 22 de noviembre de
2011. La ley electoral española y los cambios sociales duraron
trescientas millas, tiempo y distancia suficiente para que a Carlos
se le pasara el cabreo de haber salido de Houston cuatro horas más
tarde de lo planeado. Un coyote se cruzó en la carretera pero un
frenazo y un ligero giro de volante salvó la vida de algunos de
aquellos viajeros, bípedos o cuadrúpedos. Tras encontrar una
gasolinera justo cuando el depósito marcaba que quedaba combustible
suficiente para circular cuatro millas más, llegaron a Ozona y allí
hicieron resto de noche.
Miércoles
23
“Mañana
se vienen ustedes a cenar a mi casa.”
El
amanecer en Ozona, Texas, tuvo una claridad flamífera imposible de
describir con palabras. Lo siguiente que Carlos recordaba era la
sensación de empacho de carretera infinitesimal y más conversación
y pensamientos sobre actrices. Y así, una tras otra, iban cayendo
las millas hasta que llegaron al primer punto marcado en el mapa:
Pecos.
Jorge
hablaba sin parar del juez Roy Bean, Antonio andaba absorto en sus
enfados y Carlos ya estaba maravillado con el abandono y la
decadencia del pueblo en el que tuvo lugar el primer rodeo de la
historia.
Antonio
no podía salir legalmente del estado y el coche estaba alquilado
únicamente para viajar por Texas, sin embargo Carlsbad y sus
cavernas gigantescas les estaban esperando. Aquello era un simple
asunto de no meterse en problemas con la ley y todo iría bien...
En
el hotel Stage Coach una mujer de unos sesenta años con el acento
sureño más hermoso que uno pueda imaginar recibió a Carlos.
Cenaron algo y como lo importante es hacer un balance positivo de
todo en la vida necesitaban líquido. Así, terminaron en el único
bar del pueblo: “The Post Stop”. Al entrar sólo había una
camarera y un cliente que lo daba todo en el muy noble arte de ligar
con una mujer detrás de una barra.
Pidieron
bebidas e inmediatamente los ojos de los otros dos se clavaron en los
suyos. El acento les delataba y la pequeña conversación en español
que iniciaron hizo que el cliente se olvidara de su labor épica y
les preguntase en español de dónde eran. Juan Carlos era colombiano
nacido en Palma de Mallorca.
A
partir de ahí todo fue sobre ruedas, la conversación se centró en
el ciclismo. Antonio y Jorge departían animosamente con Juan Carlos
sobre escaladores, demarrajes, puertos de montaña... y todo porque
resultaba que el colombiano había sido ciclista profesional en sus
años mozos.
Carlos
hizo amago de demarrar y empezó a darle conversación a la camarera,
pero Juan Carlos estuvo ojo avizor y se negó en ceder los minutos de
ventaja que llevaba en aquella escalada. Enseguida volvió a
centrarse y a tomar el control de la escapada con una estrategia que
denotó su gran experiencia en llegar el primero a meta: inició una
conversación común en la que ella fuese también juez y parte. La
experiencia es un grado, no hay duda.
Los
hígados se fueron calentando con güisqui irlandés, 'Short and
Curlies' sonaba de fondo cuando la camarera les dijo que dejaran
ya de fumar porque estaba prohibido en lugares públicos de la
ciudad.
Entramos
en la bajada del puerto, todo era fácil, el güisqui hacía que todo
fluyese mejor y entraron en la parte de la etapa de la exaltación de
la amistad: Juan Carlos en plena ebullición del sentimiento les dijo
que les invitaba a cenar en su casa con su mujer y sus hijas al día
siguiente, la famosa cena del Día de Acción de Gracias.
En
una pequeña pausa colombiana para desaguar empezaron a contabilizar
las pájaras en el equipo español: Antonio iba herido con una
combinación de whisky irlandés y tejano, Jorge castigaba su riñones
con refresco de cola y Carlos apenas había recibido un par de
disparos de agua de vida irlandesa.
El
pelotón se reagrupó, Jorge y Antonio empezaron a hablar de ese
himno del rock sureño que es 'Free Bird' y Carlos empezaba a
barruntar lo que iba a pasar al día siguiente ante la insistencia de
Juan Carlos en invitar a ese asado que les prometía sin parar.
Los
relevos en el grupeto que daban las partidas de billar seguían
entreteniendo a los cuatro pero llegó un momento en el que Juan
Carlos oteó a dos jóvenes de aparente sexo femenino, hizo un
demarraje y se acercó, dejando claro que ninguno de los otros
ciclistas de bar estaba hecho del material del que él derrochaba.
Las chicas, que eran hermanas, aceptaron su invitación de tomar un
trago pero le dejaron muy claro que “no querían ser
interrumpidas”.
Los
cuatro se reagruparon y salieron a fumar el último cigarrillo, el
sopor etílico ya hacía mella en la pedalada dialéctica de Juan
Carlos que se despidió con un rápido “hasta mañana, entonces”
para desprenderse del grupeto y ser absorbido por el pelotón. Los
otros tres continuaron con su escapada y Jorge recriminó un
comentario de Carlos que sabía que no irían a cenar a casa del
colombiano a pesar de haber intercambiado los números telefónicos.
“Carliños siempre aguando la fiesta...” y “¿tú te fías de
colombianos desconocidos con unas copas de más?” fue lo último
que se oyó en la habitación del hotel. Jorge pensaba en sus teorías
patafísicas, Carlos en alguna mujer y Antonio seguía absorto en sus
enfados con muchas ganas de que llegara el día siguiente, el de la
etapa reina que coronaba el pico más alto de Texas al que llegarían
desde otro estado.
Todo
aquello acaeció en Carlsbad, New Mexico.
Jueves
24
“Para
las mujeres con las que he estado yo sí que he sido difícil. Esto
no ha sido nada.”
Llegó
el Día de Acción de Gracias, la jornada en la que iban a superar
dos pruebas: Una, intentar coronar el pico más alto de Texas, el
Gran Capitán de las Guadalupe Mountains; y la otra la posible cena
en casa de Juan Carlos.
Tras
algo menos de una hora de carretera llegaron al aparcamiento del
parque natural. Previamente Juan Carlos había confirmado por
teléfono que la cena no iba a tener lugar, casualmente esa noche
toda su familia iría a cenar a casa de unos familiares en un pueblo
cercano. La película acabó tal cual Carlos había predicho la noche
anterior y por aquello de lo que tiene la naturaleza humana no pudo
reprimir la pregunta retórica con aderezo jocoso: “¿No lo dije,
Jorge?” y Jorge devolvió la pedrada con una buena dosis de
retranca gallega: “Eso pasa por ser tan negativo, pura lógica,
¡joder!, si no crees que algo pueda pasar no pasará.”
Antonio
seguía callado, con aquel silencio estaba escondiendo lo que iba a
dejarse en la ascensión. Los tres se prepararon muy bien para
la subida, el cambio de planes de la cena había hecho que compraran
viandas para la cena y algunas otras también para la montaña en Wal
Mart.
Carlos
se ató una bolsa de plástico a la trabilla del pantalón, Antonio
metió botellas de agua en una mochila vieja y Jorge con unas
zapatillas casi sin suela y unos pantalones de rock recién comprados
empezó a descojonarse de la escena del sainete y comunicó su
decisión: “Yo paso de subir, tíos, hay que tener un mínimo
respeto a la montaña, no me jodáis. Hacer una subida de estas con
una puta bolsa de plástico atada a la cintura…”
A
Carlos le sorprendió aquel abandono, fue una decepción momentánea
que desapareció cuando, tras veinte minutos de subida, le entró la
primera duda seria y empezó a pensar que quizá Jorge tuviese razón.
Antonio
empezó a hablar con pasos de gigante y Carlos veía como poco a poco
le iba sacando metros en la subida hasta que desapareció de su campo
visual durante más de una hora. Y mientras uno volaba disfrazado de
Hermes, el otro controlaba la respiración, pensaba qué estaría
haciendo Jorge y se maravillaba de la o nula o excesiva preparación
de la gente con la que se cruzaba o adelantaba. Tras una hora de
subida en solitario se encontró con Antonio que descansaba y
aguardaba con avidez las viandas que Carlos llevaba en la bolsa de
plástico de la misma forma en que éste necesitaba el H2O de mayo
que Antonio atesoraba. Hubo intercambio de comida, bebida y palabras,
y el último tramo ya lo hicieron a una distancia razonable.
Tres
horas de tortuosa subida para uno y de descarga de mala uva y presión
acumulada para otro tuvieron como recompensa un sentimiento de
victoria inigualable e incomparable a cualquier otro.
El
pico Guadalupe tiene un mojón que marca los puntos cardinales y una
caja metálica en la que hay un libro de firmas de visitas. Allí se
hicieron unas fotos y escribieron. La bajada se llevó a cabo en dos
horas, Carlos no podía creer que bajar aquellas pendientes le
estuviera produciendo semejante dolor de rodillas. Antonio volvió a
lucir su sangre extremeña y bajó exactamente tal cual subió: sin
quejas y como un cohete.
Jorge
les explicó que en aquellas cinco horas había leído, escuchado
música, escrito y paseado. Aún se mostraba sorprendido de que los
otros dos incautos hubieran conseguido subir con tan peculiar como
inapropiado uniforme montañero.
Ya
en el hotel la ducha de agua bendita obró milagros, Carlos dispuso
la mesa, y enseguida comenzaron a dar buena cuenta de los bocadillos,
patatas fritas y refrescos gaseosos. Al menos en aquella ocasión
había algo más que Doritos revenidos para cenar.
Una
película de 007 rompía el silencio producido por el cansancio. Las
cuevas más grandes de EE.UU. les esperaban al día siguiente.
Viernes
25
“¿Qué
tiene que tener una mujer para ser la mujer de vuestras vidas?”
La
visita a las cavernas se llevó toda la mañana. Los tres intentaban
sin éxito sacar alguna instantánea que hiciese justicia a la
maravilla bajo tierra que oculta aquella parte de New Mexico.
La
salida de las cuevas tuvo como curiosidad que los tres zagales
decidieran salir a pie y no en ascensor, lo que les llevó una media
hora de subida a una velocidad inusitada, adelantando a ciudadanos de
primera que caminaban con paso cívico... como Dios manda.
Tras
aquello volvieron a Texas, cogieron la autopista interestatal I-20
con dirección a Midland y de camino pararon en pueblos en los que se
exhibía la más absoluta, inmensa y puta de las nadas. Barstop,
Pyote, Monahan… iban cayendo fotos y visiones únicas: edificios
derruidos, hombres haciendo una barbacoa en el club social de alguno
de los pueblos, unos tipos jugando al golf en un erial, coches
abandonados, esqueletos de edificios… Justo lo que Carlos buscaba
ver: la decadencia de lo que una vez fue una ilusionante idea de
riqueza.
Los
tres llegaron a Midland y dejaron las maletas en un hotel que en
realidad era un pesebre, el Executive Inn. Para contrarrestar, la
cena fue en el restaurante con mejor pinta del pueblo, el Wall Street
Bar & Grill, donde Jorge se cenó un filete de vaca tejana que
fue la envidia de Carlos que pidió alguna de esas idioteces que se
le antojan sin venir a qué. Y una vez satisfecha la necesidad de
sólido, llegó la de líquido y el primer local elegido fue
Reilly’s, un bar en el que una banda de versiones amenizaba a un
público ajado, muerto en vida como el propio lugar en el que
habitaban.
Tras
aquello el siguiente salón de bebida fue “The Bar”, el sitio de
la gente guapa de Midland. Allí una hermosura tejana de unos
cincuenta y tantos años detuvo una conversación cojonuda iniciada
por Antonio. El caso es que la interrupción tuvo tanta gracia como
la propia charla: “Chicos, me da miedo pasar por aquí, parecéis
fugitivos de la ley con esas barbas y esas caras tan marcadas por el
sol…”
A
Antonio le dio una risa inmensa ya que estaban sentados al lado de la
puerta de entrada al baño de las féminas y por allí iban
desfilando una tras otra. La cuestión es que la tejana temerosa paró
una serie de comentarios y sugerencias originadas por una pregunta de
Antonio, una que daría materia de viaje para el final de aquel y
para otro más.
Sábado
26
“Vivir
aquí debe hacer darte cuenta cada noche antes de dormir cuánto has
muerto durante el día.”
Midland
de día es aún peor que de noche, los tres intentaron encontrar algo
que fotografiar pero lo único que consiguieron fue que se los
tragara una ventisca de arena.
El
punto “cultural” del itinerario era el museo del petróleo de
Midland. Aquello fue dantesco y Jorge estuvo especialmente gracioso.
Una
vez dentro, Carlos perdió la pista de los otros dos y acabó dando
con ellos en la sala de proyección del museo, derrotados por el
aburrimiento que, literalmente, les estaba dejando sin sangre. Jorge
decidió ir a echar una cabezada al coche y los otros dos alargaron
algo más aquella agonía.
Desde
allí el Ford Focus los llevó a Odessa, una pequeña ciudad mucho
mejor para encontrar algo a lo que poder disparar con las cámaras.
Se
empeñaron en encontrar la estatua de la liebre más grande del orbe.
El día seguía ventoso pero lo consiguieron, y la nada de alrededor
les dio algo de felicidad fotográfica.
El
viaje comenzaba a retraerse, la lejanía hizo que tuvieran que
emprender ruta hacia el este. De camino aún tuvieron el humor de
parar en el Museo del Cráter, sito al lado de donde un meteorito
decidió caer hacía varios miles de años. Para marcar tan
importante suceso el cráter está lleno de zarzas y arena... Por
suerte la pequeña oficina de información tenía baños.
La
inmensa distancia les hizo pernoctar en San Antonio y después de
tantas millas de nada a Jorge le sorprendió la animada vida nocturna
de la ciudad más turística de Texas. Era obligado el paseo por el
River Walk, la cena en “Mi Tierra” y quitarse la sed en el bar
irlandés donde atiende aquel camarero británico, que es quizá el
mejor sitio para sentarse a conversar del River Walk. Carlos dio
buena cuenta de dos güisquis para certificar que la noche a aquellos
tres ya no les daba para más.
Domingo
27
El
domingo es el día del Señor y para ellos fue de recogida, todavía
les quedó tiempo en San Antonio de hacer de turistas y tras un dulce
desayuno en Krispy Kream dieron con la tumba de Doug Sahm, visitaron
la Mansión de San José, la fábrica abandonada de Lone Star e
hicieron las últimas compras en Shepler’s.
Las
trescientas cincuenta millas hasta Houston se vivieron de diversa
manera, pero el lunes martilleaba los pensamientos de los tres.
“Morir
cada día en Pyote
es
lo único que se puede hacer,
es
ver como el sol retuerce
las
ruedas resecas en lo que una vez
estuvo lleno de gotas de alegría
en aquel de patio de bar.”
en aquel de patio de bar.”
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