Saturday, February 13, 2016

Hoy hace diez años.


No fue porque su pick up le hubiese dado el enésimo problema ni porque acabase de pagar $360, ni tampoco porque estuviese bastante perdido en general con aquel programa de enseñanza Montessori, no. Marcos tuvo una sensación extraña cuando la empleada del Whataburger le llevó su hamburguesa y retiró aquella pieza de plástico naranja con un número siete en blanco.
Estaba algo desorientado... no sabía a quién se le había ocurrido la idea de cambiar de bar para ir a jugar las partidas de los lunes. En su eterno cansancio y somnolencia aquellos días no comprendía qué tenía de especial trocar un bar con mesas de billar gratis los lunes por otro en el que había que pagar para jugar. Tampoco sabía porqué aquella hamburguesería pero pensó que sería un sitio tan bueno como otro cualquiera para cenar mientras hacía tiempo; estaba cerca del taller donde acababa de recoger su coche y también del bar en el que iba a econtrarse con Joaquín y Torcu. Para añadir más caos a aquella tarde de lunes se rompía la costumbre de cenar después de las partidas.
Marcos tenía una extraña costumbre que ponía en práctica desde adolescente sin saber (tampoco esto) el porqué: como si fuese un estratego preparando sobre el mapa la disposición de sus tropas, siempre se sentaba en un sitio desde el que pudiera ver con claridad la puerta en una línea recta lo menos imperfecta posible. Y ocurrió una vez sentado exactamente donde quería, que mientras masticaba aquella carne de algo disimulada con finísimas rodajas de tomate, cebolla y lechuga entre pan, vio acercarse a la puerta a un hombre que llevaba puesta en la cara una máscara de hockey. No le dio tiempo a pensar qué tipo de espéctaculo era aquello, enseguida el enmascarado levantó la mano que sujetaba una pistola y gritó con un marcado acento de Luisiana: ¡Qué no se mueva nadie, esto es un atraco! Detrás de él entraron cinco más, algunos se tapaban el rostro con bufandas pero los de atrás iban a cara descubierta.
Dos de los atracadores se fueron a por las cajeras, otros dos entraron en el cuarto de empleados y aquello fue lo último que Marcos vio antes de bajar la cabeza y poner las manos estiradas encima de la mesa.
Para ser una situación en la que nunca había estado mantuvo una extraordinaria claridad mental, mucho mayor que la que llevaba antes de entrar a aquel Whataburger. Su inexperiencia le hizo pensar que quizá los ladrones se marcharían tras llevarse la recaudación, pero no fue así. Uno de los tipos gritó en el comedor a los cuatro clientes que había que sacaran todo el dinero que llevasen encima y a Marcos, de inmediato, le vino a la cabeza el carnet de conducir que tanto trabajo le había costado conseguir y su acreditación como profesor del distrito escolar... Así que decidió sacar la cartera y dejar todos los billetes encima de la mesa para que el recaudador los metiese en el saco e intentar evitar así que se la llevase con todos los documentos dentro.
La sacó muy despacio del bolsillo trasero del pantalón, la abrió, extrajo los $32 que le habían sobrado después de pagar al mecánico y la cena, y dejó dos dedos haciendo hueco en la parte de la billetera para mostrar que no quedaba nada en ella. Aquella había sido una idea estupenda pero no cayó en la cuenta de que a su izquierda, justo detrás de las plantas de plástico que estaban encima del medio muro que separaba el mostrador de pedidos del salón comedor, había otro enmascarado. Un tipo que movido por la curiosidad de no saber exactamente qué hacía Marcos decidió averiguarlo poniéndole el cañón de su arma en la sien.
Aquel frío círculo de metal paró el tiempo. Marcos recordó la frase que un día le dijo su abuela: “hijo, tú vas a morir con los zapatos puestos...” y pensó en que había elegido un sitio muy lejano para ir a morir. Todo aquel polvo de pensamiento se esfumó cuando en forma de soplido le llegó un “¿Qué estás haciendo?” que le devolvió a la vida.
- He puesto todo el efectivo encima de la mesa, no os llevéis mis documentos por fav...
No le dio tiempo a acabar la respuesta. No le hizo falta una señal, él mismo pensó que había hablado demasiado, que se había crecido y que el quinqui aquel le iba a volar la tapa de los sesos. Sin embargo, lo que escuchó no fue a la muerte escupiendo un disparo sino un extrañamente amigable:
-Ah, vale...
El del saco pasó por las mesas como un huracán, barrió con su huesudo y negro brazo el dinero que había encima de la suya cuando Marcos era incapaz de distinguir ya si el cañón de la pistola seguía pegado en su sien. En lo que él pensó que habían sido segundos aquellas sombras desaparecieron más rápido de lo que habían entrado. De inmediato dos trabajadoras corrieron a cerrar las puertas del local por dentro como parte, probablemente, del protocolo para aquellos casos.
Una empleada comenzó a llorar de miedo y rabia y se lamentaba en español. Marcos alzó la vista y vio como la pareja que comía en una mesa a su derecha seguía debajo de ella y como el chico buscaba algo, giró la cabeza y miró al cliente del gabán de cuero negro sentado solo como él; tenía la vista perdida y parecía estar a punto de desmayarse quizá por la tensión, pensó en su ignorancia.
Marcos sintió que no le quedaba fuerza, que la sangre no le fluía e instintivamente agarró unas patatas ensangrentadas con ketchup y siguió comiendo mientras pensaba que haber pedido una hamburguesa en lugar de una ensalada no había sido tan mala idea después de todo.
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Herminia llevaba trabajando en aquel Whataburguer ocho meses. El dinero no sobraba, no pagaban mucho pero no necesitaba tener número de seguro social ni saber inglés para freír patatas o preparar la carne al grill.
Aquel estaba siendo un lunes como cualquier otro, quitando el jaleo de las doce del mediodía todo iba despacio e incluso le había dado tiempo a pensar el daño que aquel hombre les estaba haciendo a sus tres hijos y a ella. Él no era así cuando lo conoció, pero aquella ciudad combinada con la cerveza lo había transformado.
Acaba de poner entre pan, tomate, cebolla y pepinillo el que pensaba iba a ser su último filete del día. La grasa hacía que la redecilla que llevaba para sujetar aquel pelo de Taxco largo y negro tuviese la viscosidad de una medusa y eso le indicaba que ya estaba a punto de llegar la hora de coger el autobús para irse a casa y acostar a sus hijos.
Aquel lunes además de tranquilo había sido también de paga, al día siguiente iría a cobrar el cheque a la casa de cambios y se puso a hacer planes. El martes le tocaría ir a recoger a sus sobrinos al colegio y por fin conocería a aquel maestro nuevo que tenía un acento tan raro y del que su hermana decía que era tan guapo... Y así estaba a punto de terminar su jornada cuando de repente oyó a un hombre gritar. Giró la cabeza y vio una mano negra que sujetaba una pistola del mismo color.
Se echó al suelo y no se levantó de allí hasta que oyó a su supervisora hablando por teléfono con la policía. De inmediato Herminia fue al vestuario y comprobó que se habían llevado su bolso. Salió de nuevo al restaurante y rompió a llorar desconsoladamente, y al poco los sollozos se confundieron con sus gritos de impotencia:
- ¡Pinches morenos! ¡¡Ya cuatro veces en seis meses, yo me marcho de aquí!! ¡¡Ay no, yo aquí no trabajo más!! ¡¡Mi cheque... mi celular...!!
Alzó la vista y vio como un gringo con bigote y gabán negro de cuero la miraba como embrujado y a la izquierda de aquel, otro hombre con aspecto extraño, muy pálido, seguía comiendo absorto como si nada hubiese pasado.
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Kathy era estudiante de pedagogía en la universidad de Houston y llevaba saliendo con Miguel once meses. Él era empleado a media jornada pero tres veces en semana por las tardes, después del trabajo, estudiaba un curso de contabilidad en un “community college”.
Kathy había tenido una férrea educación católica pero no era por eso por lo que no quería acostarse con Miguel pese a su insitencia, sino porque su anterior novio se había llevado su tesoro, guardado con mimo durante diecinueve largos años. No había sido una experiencia muy agradable para ella principalmente porque el tío se había comportado como un auténtico cerdo. Por aquello y porque no acaba de ver en él a un chico con quien compartir el futuro seguía dándole largas a Miguel, que era un buen muchacho pero nada más que eso.
Kathy no tenía muchas ganas pero aquel lunes una carambola del destino hizo que se pudieran ver un rato y decidieron quedar en un sitio intermedio para ambos: el Whataburger de la calle Chimney Rock.
Pidieron su cena y se sentaron en una mesa para dos, uno enfrente del otro, y allí se pusieron a hablar del domingo y de cómo les había ido a cada uno en su lugar de estudios cuando de repente, justo cuando se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta, Miguel vio como un grupo de hombres armados entraban al local al grito de "¡Quietos, u os frío a tiros!" Sus carteras, teléfonos y otros enseres estaban encima de la mesa y por rapidísima recomendación del chico se metieron debajo de ella sin pensar en nada más.
Allí, a cubierto, Kathy empezó a pensar que Miguel le traía mala suerte, que ella debería estar en casa, relajada, con su pijama y las gafas en lugar de las lentillas, viendo la novela con su madre y rellenando el papel que le permitiría ser profesora en prácticas en aquel colegio de HISD, el único del distrito con el programa de estudios ideado por María Montessori...
Cuando oyó que la supervisora del local y otra empleada habían echado el cerrojo de las puertas salió de debajo y comprobó que nada de lo que había dejado encima de la mesa estaba allí ya, excepto los dos grasientos bocadillos de pollo frito, las patatas y los vasos de refresco. Kathy, entonces, decidió que aquella iba a ser la última cita con Miguel.
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Se habían visto el sábado pero el domingo Miguel trabajó en la tienda de piezas y cosas para automóviles en la que estaba empleado y sólo pudo cambiar unos mensajes de texto con ella durante la tarde. El lunes era su día libre y como sabía que Kathy salía de la universidad a las seis le dijo que necesitaba verla para decirle una cosa muy importante pero le costó algo convencerla. Si no la conociese tan bien hubiese creído que ella realmente no quería quedar.
Miguel era un hombre tranquilo, buen chico, bebía con moderación y apenas había fumado marihuana un par de veces por no quedar mal con aquellos amigos que tuvo en su día. Estaba muy enamorado de Kathy a quien había conocido en una reunión de un grupo de jóvenes de la Iglesia de Santa Ana y enseguida se pusieron a salir. Le gustaba mucho, tenía muchas ganas de intimar con ella pero Kathy rehusaba hacerlo y Miguel empezó a pensar que ella era también virgen y que no ocurriría hasta que no se casasen.
El día anterior le había pedido un adelanto a su jefe y con aquel dinero se fue a comprar un anillo de compromiso que había visto en una casa de empeños. Pagó $150 por él, una fortuna, y como quería darle una sorpresa a Kathy también compró en una pequeña joyería que había dentro de un supermercado una caja elegante de terciopelo azul para guardarlo.
Por la mañana, a pesar de ser su día libre, le había hecho un favor a su jefe y había entregado un motor de arranque para una Chevrolet Silverado del 96 en el taller de aquel mecánico argentino y desde allí se había ido al "community college". Al acabar la clase de contabilidad se metió en su Honda Civic y evitó la 59 porque el tráfico era infernal. Callejeando por fin llegó a Chimney Rock y allí esperó a que apareciese Kathy en el Toyota Corolla de su madre.
Cuando se vieron salieron de los coches, se dieron un beso en los labios y entraron al Whataburger de la mano. Los dos pidieron un sandwich de pollo, patatas fritas y dos refrescos de cola y se sentaron en una mesa para dos por elección de Miguel. Sabía que una hamburguesería no era el mejor lugar pero algo le decía que no debía demorarse más.
Por fin llegaron las bandejas con la comida, Miguel dio un sorbo a su refresco se metió la mano en el interior de la chaqueta y notó la suavidad del terciopelo, puso la caja encima de la mesa y cuando iba a decirle a Kathy que tenía algo para ella unos tipos irrumpieron en el local pistola en mano. Ambos supieron lo que tenían que hacer, sacaron las carteras, las dejaron al lado de los teléfonos móviles y se metieron rápidamente debajo de la mesa.
Miguel quería decirles a los tipos que no se llevaran el anillo, incluso hizo amago de cogerlo pero no lo pudo alcanzar y sintió una impotencia tan aguda que le hizo llorar de rabia por dentro.
Salieron del refugio cuando oyeron a la encargada hablar por teléfono con la policía, los ojos de Miguel buscaron aquella caja azul, en la mesa, por el suelo... incluso, instintivamente, volvió a comprobar el bolsillo interior de la chaqueta pero no estaba. Quizá pedirle matrimonio a Kathy en aquel sitio no había sido buena idea.
Tan positivo como siempre era Miguel se alegró de no haberle comentado a nadie lo que iba a hacer y pensó que en dos semanas pediría otro adelanto, compraría otro anillo y haría las cosas como se tenían que hacer. Al fin y al cabo sólo había perdido dinero.
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En sus momentos de lucidez Matt no quería y sufría episodios muy intensos de arrepentimiento pero aquello era superior a sus fuerzas. Sentía una especie de fuego que le recorría las venas y que le llevaba a hacerlo, un algo realmente irrefrenable contra lo que no podía luchar.
En la cárcel había recibido de forma voluntaria sesiones de rehabilitación con varios psiquiatras y psicólogos, las medicinas parecieron funcionar pero una vez en libertad era complicado conseguir las recetas de una forma sencilla, había que ir a un psiquiatra y aquello era demasiado en una ciudad nueva para él como era Houston. Había llegado de Dallas (de donde se había marchado al día siguiente de perpetrar su última fechoría) hacía dos semanas y media.
Mientras conducía sin rumbo pensando en aquel adolescente al que había asaltado terminó pasando con su coche por una zona de talleres mecánicos y de reparación de neumáticos donde vio a alguien que lo dejó sin respiración.
Al lado de una Chevy Silverado de color verde un hombre alto y delgado hablaba con un mecánico que le entregaba unas llaves. Matt lo miró de arriba a abajo, se fijó en su barba, en que era espigado y en que iba ligeramente despeinado. Se mordió el labio inferior sin darse cuenta y de inmediato notó aquel fuego y una tensión en la entrepierna que le hizo tener un escalofrío. Abrió la guantera de su Ford Bronco y de ella sacó la botella de cloroformo y un trapo. Apretó el tapón que tenía algo de holgura, los guardó en el bolsillo interior de su gabán de cuero negro y esperó a que aquel hombre joven se subiera en su camioneta y arrancase.
La Chevrolet Silverado giró a la izquierda en Westpark Dr y Matt también. Le daba la sensación de que iba a ser algo más arriesgado que el último asalto de Dallas pero aquella visión lo había encendido. Ese desconocido era su tipo y nada podía salir mal: tenía matrículas y documentos falsos, el haberse dejado barba le ayudaría a no ser reconocido y probablemente aquel chico de Dallas ni siquiera habría puesto una denuncia contra él... ¡qué coño! ¡si se lo estaba pidiendo a gritos cuando lo vio esperando al autobús en aquella parada! Además el cloroformo hacía que todo fuese suave y limpio, no había que golpear y salir huyendo al terminar, ni deshacerse a la carrera de un estorbo ensangrentado... nada podía salir mal. Matt estaba tan excitado que incluso podía oír latir su corazón.
La camioneta verde giró a la izquierda en Chimney Rock y el conductor del Ford Bronco se sonrió porque había podido pasar justo después sin que se le cerrase el semáforo. Tras unos diez minutos de conducción la Chevy verde dio el intermitente para girar de nuevo a la izquierda y meterse en el aparcamiento de un Whataburger.
- Nada puede salir mal- dijo Matt en voz baja volviendo a sonreir.
Dejó que el hombre entrase primero, tras un par de minutos bajó del coche, se acercó a la camioneta verde y le deshinchó casi por completo el neumático trasero derecho. Entró al local y se acercó al mostrador, pidió una hamburguesa con queso y sin pepinillo y se sentó a una distancia razonable de su presa.
Empezó a planear dónde y cuándo lo abordaría. No era un hombre muy corpulento por lo que usar la fuerza física para ponerle el paño en la nariz era una posibilidad muy factible si el plan fallaba. Su corazón seguía latiendo tan rápido y estaba tan inmiscuido en aquellos pensamientos libidinosos que ni siquiera se dio cuenta de que una de las trabajadoras del restaurante de basura rápida le había dejado la bandeja con la comida encima de la mesa.
Abrió el papel, le dio un mordisco al bocadillo y masticó con rapidez mientras seguía pensando en que con la rueda así tendría que parar antes o después, y entonces aprovecharía para detenerse él también y se ofrecería a echarle una mano para cambiarla.
Nada puede salir... y de repente sus pensamientos se vieron interrumpidos por un tío que pistola en mano se puso a gritar: ¡Manos arriba, esto es un atraco!
Matt sabía que lo siguiente que dijese aquel tipo iba a ser que los comensales sacasen lo que llevasen en los bolsillos y después alguno de aquellos negros pasaría a recogerlo todo. Dudó durante un segundo pero finalmente decidió no sacar el 38 especial corto que llevaba encima, eran varios y aquel cargador sólo tenía seis balas.
Dejó la cartera encima de la mesa, puso las manos en alto y bajó la vista. Todo sucedió como habría creído que ocurriría y mientras los atracadores iban recogiendo su cosecha empezó a pensar en cómo escapar de allí antes de que alguien llamara a la policía... Matt tenía que irse antes de que llegasen o entonces tendría dos problemas. Pensó en salir detrás de los atracadores pero quizá creerían que querría detenerlos y recibir un disparo era lo último que necesitaba. Entonces cayó en la cuenta de que en el local había dos puertas. Lo que haría sería marcharse corriendo por la que no usasen aquellos malhechores.
Nada podía salir mal... Cuando notó que ya no había negros en la costa se incorporó con rapidez para salir corriendo pero su gabán de cuero se había quedado enganchado en aquella silla fijada al suelo y le hizo parar en seco. Dio un tirón con fuerza sin resultado aparente y enseguida notó que se mareaba, que la luz se le iba de los ojos... y de forma automática se dejó caer de culo sobre el asiento.
-La botella se ha abierto... la puta botella se ha abierto...- masculló- y mientras pensaba en que ni siquiera recordaba el nombre que había puesto en su documento de identidad falso empezó a oír las sirenas de un coche de policía.
Mr. Blue

2 comments:

María del Roxo said...

Nice to read you again, mr. blue. Me ha recordado una película de la que alguien me habló en la que se cuenta la misma historia desde el punto de vista de una mujer y de un hombre (creo que pareja). Lo bueno del caso es que aunque a ambos vivieron los mismos momentos, la historia es totalmente diferente (hasta la ropa), dependiendo del ángulo con que cada cual la mira. Cómo me enrollo... Pues eso, namás, que me gustó mucho el relato. Ya tás pallá???

Anonymous said...

Fantastico !!
SPIKE